Dentro de
la desgracia, de lo poco bueno que está trayendo esta crisis del coronavirus es
que está desenmascarando algunas de las incomprensibles costumbres sociales más
inveteradas que arrastrábamos desde antes de la generalización de internet. En
estos días nos estamos dando cuenta de que muchas burocracias no son
necesarias, y que una gran cantidad de personas pueden trabajar desde casa.
Cuidado, no obstante, con generalizar el modelo. No todos disponen en casa de
un espacio donde trabajar, dados los precios de la vivienda de antes de la pandemia.
Ya veremos después.
Con todo,
algo que es posible que se reforme tras esta crisis es el modelo de estudio
universitario. Hace ya mucho tiempo que en general –hay excepciones– se impuso
en España –no así en otros sitios– el modelo de profesor que llega a clase y
dicta apuntes. Hay que reconocer que es un modelo muy cómodo para los alumnos,
que llegan ya a casa con resúmenes de la materia que luego pueden estudiar.
Pero se piensa poco en que también es comodísimo para los profesores, que año
tras año pueden limitarse a leer sus propias notas en clase, sin más esfuerzo.
El modelo
es muy negativo para el aprendizaje, y de hecho es el que provocó las críticas a
la clase magistral. Aleja a los estudiantes universitarios de la lectura de
libros, lo que repercute muy negativamente en su formación, que queda confinada
a los apuntes. Y va transformando a los profesores en autómatas incapaces de
salir de su pauta y que apenas investigan, lo que es terrible para la ciencia.
A diferencia del resto de profesorado, el universitario tiene la obligación de
investigar para generar conocimiento que transmita en sus clases. La
Universidad es el primer eslabón de la cadena docente, y si se anquilosa en la
repetición de los apuntes de cada año, esa pobreza intelectual la padecen todo
el resto de niveles de la docencia hasta la enseñanza infantil, porque todos
ellos beben de los frutos de la investigación universitaria. Si esos frutos no se
cosechan, el modelo se agota y la enseñanza y el consiguiente aprendizaje cada
vez se quedan más atrás.
El
teletrabajo de estos días está obligando a los alumnos a acudir a los libros
online o electrónicos, que debieran ser más baratos o estar financiados en
parte por las arcas públicas para que los alumnos no se empobrezcan
adquiriéndolos. Reproducir online la docencia tradicional no es realista,
porque no todos los alumnos disponen del mismo nivel de conexión ni de la misma
infraestructura para seguir las clases. Al contrario, unos vídeos breves
explicativos de lo más esencial o más dificultoso de cada tema debiera bastar,
realizando después tutorías online para la resolución de dudas.
Estos días
estoy poniendo en práctica ese modelo, y por los mails con cuestiones de los
alumnos que voy recibiendo, debo decir que nunca el nivel de sus preguntas
había sido generalizadamente tan alto. No pregunta igual quien nada sabe, que aquel
que previamente se ha documentado leyendo, y se nota extraordinariamente. La
profundidad de reflexión está aumentando, y si seguimos en esta línea es
bastante probable que el nivel de formación de la “generación del coronavirus”
sea francamente superior. Limitándolo a la materia de la que soy profesor, ello
redundará en que en el futuro tendremos mejores jueces, fiscales, abogados,
etc. Y que cuando esos profesionales lleguen a la política –algunos lo harán–
serán sin duda personas más preparadas para gobernar, lo que será en beneficio
de todos.
Es posible
que ello acabe cambiando el modelo universitario. Después de esta tragedia
parece inevitable una crisis económica que nos va a obligar, nuevamente, a
apretarnos todos el cinturón. Esta crisis, a diferencia de otras, la estamos
sufriendo todos y a la vez.
Quién sabe si ello propiciará un
cambio definitivo en la docencia universitaria, menos presencial pero con
presencia más útil, centrada en el razonamiento abstracto de los debates en
clase, en las prácticas y en las preguntas informadas de alumnos que sabrán que
no tiene sentido venir a clase sin haber leído antes. El profesorado deberá
investigar más y mejor, y las aulas se llenarán de auténticas clases
magistrales que merezcan ese nombre, en las que ya no exista la salmodia de los
apuntes, sino la luz intelectual del razonamiento abstracto. Libertas perfundet omnia luce –la luz de
la libertad lo ilumina todo–, dice el lema de mi querida Universidad de
Barcelona. Podría ser el de cualquier otro centro docente. Sólo son libres las
personas a las que les gusta pensar.